No pintaba mal aquel verano. Subirme a los zancos que antes había usado Jose Rico, y antes Jose Antonio Lobato, para ensayar “Carlota Corday” de Etelvino Vázquez, enfundado en la mítica capa roja de Yuli; unos bolos en el Festival de Almada; y a la vuelta de Portugal, viaje formativo al Stage Internazionale di Commedia dell’Arte de Reggio Emilia. Ensayar, actuar, estudiar, montar y desmontar… Y por supuesto, soñar con poder hacerlo toda la vida. Abonarte con ansia al “no tendrás nómina pero haces lo que te gusta”, militar definitivamente en las “historietas de la furgoneta” que había degustado tres años antes con “Cestón de Máscaras”, cuando el insti, en Pola de Lena. Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde, la voluntad de dejar huella y marcharte entre aplausos se nos queda en imperiosa necesidad de hacer bolos para ir tirando. Cambiamos de siglo creyendo que algún lustro existiría un circuito estable, que alguna década dejaríamos atrás el “¿qué obra era?”, “¿cuándo la volvéis a hacer?”, “bueno, y aparte de teatro, ¿en qué trabajas para comer?”. Ahora resulta que nuestro viaje a ninguna parte tiende al mundo digital. Lo siento, pero maldigo el streaming y los teatros telemáticos con la misma fruición que el gran Cafarell se cagaba en el padre de los Hermanos Lumiere. Distancia, miedo, futuro incierto, cultura viva bajo sospecha… 35 años después, me veo en esa foto con cara de “Chanquete ha muerto”, y me da por pensar que quizá persistir -sin plan B- en este oficio (actuar, escribir, dirigir…) consistía en eso: Alargar aquel Verano y aceptar que, en manos del tiempo, el Azul se ponga oscuro, muy oscuro, casi negro.